Pili, la hija de Simeón "el colmenero" entró corriendo al comedor de la abuela Manuela. Sus ojos estaban plagados de lágrimas.
-¡Abuela, abuela, he reñido con mi novio! -dijo entre sollozos la muchacha sin tan siquiera darse cuenta de que yo estaba sentado en un sillón.
-¿Me puedes decir el por que? -le preguntó mientras con un pequeño pañuelo que había sacado de un bolsillo, le secaba una lágrima.
-¡Es un idiota! Le he pedido que el sábado me lleve a Castellón y me dice que no porque tiene que hacer un trabajo con su padre. No me quiere.
-Bueno, bueno, Pili. Voy a contarte un cuento y dime si te sirve para tu problema.
Y la abuela Manuela empezó a contarle este cuento mientras le acariciaba los cabello a la niña reclinada en su regazo.
Cuenta que, hace muchos años, habían dos pequeños pueblos vecinos. Distaban apenas tres o cuatro kilómetros el uno del otro y, justo en medio, había una fuente de la que se surtían las dos poblaciones.
En este lugar se reunían las muchachas de estos pueblos y algunos más lejanos, para llenar sus cántaros de agua, comentar sus historias y chismorrear sobre los acontecimientos de sus respectivas aldeas y presumir de tener los hombres más fuertes y aguerridos que ganarían, según ellas, los próximos juegos en las cercanas contiendas gimnásticas.
Una tarde cuando ya el sol se ocultaba tras el horizonte y la tarde se carga de esa frescura con aromas de tomillo y romero, se reunieron varias muchachas con sus cántaros y una anciana mora que, puesto que su edad distaba mucho de la de las jóvenes, permanecía apartada sin entrar en las conversaciones de las jóvenes, esperando su turno de llenar el cántaro.
-¿Cómo estás Elena?- Preguntó una linda muchacha a otra no menos linda.
-Muy bien Nike. Sabrás que mi familia me ha presentado a un joven de la aldea Spiros y es ciertamente hermoso y fuerte. El solo es capaz de levantar un cántaro de los grandes en cada mano, ¡por supuesto llenos de aceite!