La abuela Manuela no suele dar puntada sin hilo. Estabamos un grupo de amigos debatiendo sobre si era mejor arrepentirse despues de haber hecho algo o arrepentirse despues por no haberlo hecho. Manuela estaba cerca, sentada en una silla, manejando, como siempre, su agujas de hacer punto. Cuando terminó la reunión me hizo una señal para que me sentara a su lado.
-Ni los santos saben cual es la solución de esa decisión -me dijo sonriendo mientras le brillavan los ojos.
-¿Y que me parece a mí que tú la tienes? Manuela.
-¡No hijo, no! No la tengo, pero este cuento que me contaba mi madre, es posible que te ayude.
Había una vez un anciano filósofo, llamado Fidón, de ascética moral y santas costumbres, que vivía en una pequeña choza de un apartado pueblo de la Tesalia. El santo varón no tenía en su vida mas que una debilidad, la fruta.
Sus ojos no miraban con deseo a las tiernas y lozanas mozas de pueblo, pero se deleitaban haciéndosele la boca agua cuando pasaban las muchachas con las cestas de tiernos frutos en las manos.
Lindaba con la choza el jardín de un labrador muy rico, el cual, tenía plantado, junto a la valla divisoria, un manzano al que jamas recordaba el anciano haberle visto fruto alguno. Tan solo, en los años de gran bonanza, unos tiernos recuerdos de florecillas que se marchitaban sin llegar a su sabroso final.
Muchas veces contemplaba Fidón el triste y estéril frutal, del cual, el parco labrador ya no se acordaba, pues tenía otros sanos y hermosos en sus campos que le ofrendaban sus frutos rojos y dorados.