Eran cerca de las nueve de la noche cuando sonó el teléfono. —Llamada de Glens Falls para el doctor Van Eyck. —Estoy al aparato. —Soy el doctor Haydon, del Hospital de Glens Falls. Acaban de traer a un muchacho con una herida de bala en la cabeza. La hemorragia no cede, y el pulso es muy débil.
—Estoy casi a cien kilómetros de Glens Falls—repuso el doctor Van Eyck—. ¿Ha tratado usted de comunicarse con el doctor Mercer?
—No está en el pueblo—explicó el doctor Haydon—. Le llamo a usted porque el herido es de esa ciudad. Vino a pasar el fin de semana en casa de unos parientes y se le disparó un revólver con el que estaba jugando.
—¿Dice que el muchacho es de Albany?—preguntó el doctor Van Eyck—. ¿Y cómo se llama? —Arthur Cunningham.
—No creo conocerlo. Pero, en fin, iré lo antes posible. Está nevando mucho; sin embargo, quizá logre llegar antes de medianoche.
—Debo advertirle que los padres del muchacho son pobres y no hay ni que pensar en los honorarios.
—Eso es lo de menos.
Minutos después la luz roja de un semáforo obligaba al doctor Van Eyck a detener su automóvil en las afueras de Albany. De pronto la portezuela del coche se abrió bruscamente y entró en el automóvil Un hombre vestido con un chaquetón de cuero.
—Arranque, y tenga cuidado con hacer tonterías—dijo el intruso. Estoy armado.
—Soy médico y acaban de llamarme para un caso urgente—le advirtió el doctor Van Eyck.
—Déjese de historias y pise el acelerador—repuso el del chaquetón de cuero.
A dos kilómetros de la ciudad ordenó al médico que se parara y saliese del coche.
Media hora tardó el doctor Van Eyck en encontrar un sitio desde donde poder telefonear y no pocas palabras en convencer a una empresa de taxis para que le enviase uno.
Cuando llegó por fin a la estación del ferrocarril, tuvo que aguardar hasta las doce y diez, que era cuando llegaba el tren para Glen Falls.
Apareció en el hospital pasadas las dos de la madrugada. El doctor Haydon estaba aguardándole.
—Hice todo lo posible por llegar antes—dijo el doctor Van Eyck—, pero en el camino...
—Es de agradecer que haya venido—repuso el doctor Haydon—; pero, desgraciadamente, el muchacho murió hace una hora.
Cuando los dos médicos atravesaban la sala de espera, el doctor Van Eyck se detuvo de pronto.
Sentado en uno de los bancos, con la cabeza hundida entre las manos, estaba el hombre del chaquetón de cuero.
—Señor Cunningham—le dijo el doctor Haydon—, le presento al doctor Van Eyck. Venía desde Albany para tratar de salvar a su hijo.