Aun antes de conocerle, sentía cierta prevención contra Max Kelada. Por entonces acababa de terminar la guerra y el movimiento de pasajeros en los buques trasatlánticos había alcanzado enormes proporciones. Yo iba de San Francisco a Yokohama y en aquellos días no podía ni soñar que se me diera un camarote para mí solo, de suerte que me di por contento cuando se me asignó uno con sólo dos literas.
Sin embargo, cuando me encontré con que el equipaje del señor Kelada ya estaba colocado allí, tuve una desagradable impresión.
Las maletas tenían adheridas demasiadas etiquetas. Ya había colocado sus objetos de tocador, y observé que los cepillos, de madera de ébano, con monograma de oro, ganarían mucho con una buena limpieza.
Me dirigí luego al salón de fumadores, y pedí una baraja. Apenas empezaba a jugar mi solitario cuando se me acercó un hombre. —Yo soy Max Kelada—dijo, y se sentó a mi lado. —Oh, sí. Creo que somos compañeros de camarote—contesté.
— ¡Qué buena suerte! Uno nunca sabe con quién le van a colocar... Hombre, ponga ese tres sobre el cuatro. No hay nada que me exaspere tanto, como que me indiquen dónde he de colocar la carta que acabo de sacar, antes de que tenga tiempo de buscarle el puesto yo mismo.
— ¡Ya está!—gritó.
Terminé rabioso el juego y dije que iba a bajar al comedor para reservar mi sitio en la mesa.
—Ya lo he hecho por usted—dijo—. Pensé que siendo campaneros de camarote deberíamos también serlo de mesa.
Decididamente, no me gustaba el señor Kelada.
No podía pasear por la cubierta sin que me acompañara. Jamás se le ocurrió pensar que su presencia podía no agradarme. Era un hombre muy sociable y al tercer día se había hecho amigo de todo el mundo a bordo. Todo tenía que dirigirlo él. Las apuestas de las carreras de caballos, las subastas, el baile de disfraces. En todas partes, infaliblemente, aparecía. No hay duda de que era la persona más odiada en el buque. Lo llamábamos "Don Sabelotodo" en su propia cara, pero él lo tomaba como un cumplido.
El señor Kelada habría tenido campo de sobra para explayarse a sus anchas si no hubiera sido por un pasajero, apellidado Ramsey, el cual resultó tan dogmático como Kelada y a quien le molestaba bastante la obstinada firmeza del otro. Las discursiones que entre ambos se producían eran sarcásticas e interminables.
Ramsey percenecía al servicio consular de los Estados Unidos y regresaba a su puesto en Kobe después de una breve estancia en Nueva York con objeto de recoger a su esposa, que ahora regresaba con él, tras haber estado un año en su patria. La señora Ramsey era una linda joven, de distinguidos modales y que no me hubiera llamado especialmente la atención de no haber poseído una cualidad que puede ser bastante común en las mujeres, pero que hoy en día no es muy corriente: no podía uno mirarla sin quedar impresionado por su recato.
Una noche, a la hora de la cena, la conversación giró casualmente sobre el tema de las perlas. Ultimamente habían aparecido en los periódicos varios artículos sobre los cultivos de perlas que los japoneses estaban haciendo, y alguien observó que inevitablemente el valor de las perlas naturales tendría que disminuir. Como de costumbre, el señor Kelada nos dio una conferencia acerca de todo lo que se puede saber sobre las perlas. No creo que Ramsey conociera la materia, pero no podía dejar pasar la oportunidad de lanzarle una indirecta a Kelada.
—Yo tengo motivos para saber lo suficiente de este asunto—apuntó Kelada—. Precisamente ahora voy al Japón para estudiar el negocio de las perlas. Soy del oficio, y lo que yo no conozca en materia de perlas es que no merece la pena saberlo.
Recorrió con una mirada triunfal la mesa, y continuó:
—Pero jamás se podrá producir una perla que un experto como yo no pueda distinguir al primer vistazo. Le aseguro a usted, señora —y al decir esto señaló el collar que llevaba la esposa de Ramsey— que sus perlas no valdrán nunca un centavo menos de lo que valen hoy.
La señora Ramsey, modesta y ruborizada, ocultó el collar bajo el cuello de su vestido. Ramsey se inclinó hacia delante, nos miró a todos y con una sonrisa que le bailaba en los ojos se dirigió así a Kelada:
—Yo no compré personalmente este collar de perlas que luce mi mujer, pero sí me interesaría saber cuánto cree usted que costó.
—Oh, comprado a un negociante del ramo, su precio oscilaría alrededor de los quince mil dólares; pero si lo adquirieron en la Quinta Avenida, no me sorprendería nada que hubieran dado por él treinta mil dólares..
—Pues entonces le sorprenderá saber—dijo Ramsey sonriendo sar-cásticamente—que mi esposa compró esta sarta de perlas en una tienda de Nueva York, la víspera de nuestra partida, ¡sólo por dieciocho dólares!
—Absurdo. No sólo son legítimas, sino que, por su tamaño, son de las más hermosas que he visto.
— ¿Apostaría usted cien dólares a que no son más que imitación? —Desde luego
—No, Elmer. No puedes apostar así, sobre seguro—dijo la señora Ramsey. A sus labios asomaba una leve sonrisa, mientras hablaba con un tono de dulce súplica.
Sommerset Maugham— ¡Cómo que no! Si me los ponen en bandeja, bien tonto sería de no aprovechar una ocasión así.
—Permítame examinar de cerca el collar; si las perlas son falsas, lo admitiré inmediatamente. No me importa en absoluto perder los cien dólares—dijo el señor Kelada.
—Quítatelo, querida—ordenó Ramsey a su esposa—, y deja que el caballero lo examine cuanto quiera.
La señora Ramsey vaciló un momento; luego se llevó ambas manos al broche del collar y en seguida dijo:
—No puedo soltarlo. Pero creo que el señor Kelada no dudará de mi palabra.
Por mi parte tuve la súbita sospecha de que algo desagradable iba a ocurrir. Ramsey se levantó de su asiento. —Yo te ayudaré—dijo, y así lo hizo.
Le dio el collar al señor Kelada, el cual, sacando del bolsillo una lupa, se puso a examinar la joya. Una sonrisa de triunfo le envolvía el rostro. Devolvió el collar. Iba a hablar... cuando vio el rostro de la señora. Estaba tan pálida que parecía a punto de desmayarse. Le miraba con ojos aterrados y desmesuradamente abiertos. Había en ellos una súplica desesperada, tan clara que no comprendo aún cómo no se dio cuenta el marido.
El señor Kelada se detuvo, con la boca abierta. Se sonrojó visiblemente. Casi se podía ver el esfuerzo que hacía para dominarse.
—Me equivoqué—declaró al fin—. Es una imitación magnífica.
Pero, naturalmente, tan pronto como tuve las perlas bajo el lente vi que no eran naturales
Sacó un billete de cien dólares y se lo pasó a Ramsey sin decir palabra.
—Ojalá le sirva de lección para no mostrarse otra vez tan obstinado en sus juicios, amigo mío—dijo Ramsey tomando el billete.
Noté que al señor Kelada le temblaban las manos.
La noticia se difundió por todo el buque, como suele suceder con esa clase de historias, y aquella noche Kelada fue blanco de las burlas de todos.
A la mañana siguiente, cuando me levanté y empecé a afeitarme, el señor Kelada continuaba todavía tendido en su cama, fumando un cigarrillo. Sentí de pronto un ruidito como si escarbaran, y vi que introducían un sobre por debajo de la puerta. Estaba dirigido a Kelada.
Lo abrió y no encontró en él una carta, sino un billete de cien dólares. Me miró y se ruborizó.
—A nadie le gusta que lo hagan pasar por idiota—dijo.
— ¿Eran naturales las perlas?—pregunté.
—Si yo tuviera una mujer bonita, no la dejaría vivir un año sola en Nueva York mientras yo estaba en Kobe—contestó.
Somerset Maugham